domingo, 11 de enero de 2009

Memoria de un hombre aprisionado




Miro el ocaso, a través de la ventana, en el rojo del sol, escondiéndose, detrás del horizonte, estaban los días de mí pasando. Los barrotes no me dejan seguir viendo, la poca luz de mi celda se extingue, como las ganas de escribir. Me quedan pocos días para salir, y me invade un poco la curiosidad. Estuve años, o tal vez siglos encerrado. La noción de los días se pierde, pero sigo recordando el sol, cómo la luz roja se extingue, siempre, en la misma dirección, y me deja solo, tirado en una manta que provisoriamente esta tendida en el suelo. Hay cartuchos gastados por el suelo, de lapiceras que cumplieron su función y se acabaron, como pronto lo hará este tormento del encierro que se debe sufrir cuando se vive tras las rejas.

Los horarios son estrictos, las comidas rigurosas la vida, un día de atardecer y trabajo, siempre iguales y monótonos. Un timbre indica la llegada de una visita, era mi esposa. Todos los martes me traía una torta de chocolate con cobertura de merengue seco, ella sabia que odiaba el merengue seco. Pero a pesar de todo yo, valoraba el gesto, aunque había días que tenía ganas de tirarle la torta por la cabeza e insultar a viva voz a todo el mundo que se cruzara conmigo. Mi conducta era óptima, en mis años aledaños solía ser un feliz hombre con buena paciencia y excelentes modales. Me había cansado, tal vez por aburrimiento y decidí ser un poco más sincero y decir lo que sentía y pensaba de la gente. Por ello tal vez termine encerrado, el mundo no me comprendía y ya no me quería creer. Dicen que la gente peligrosa es más peligrosa por su creencia que por su fuerza física. Yo era menudo y no le hacia daño ni a una mosca, pero las palabras con las que me manejaba eran más filosas que una navaja.

Los horarios sobre todo, eran lo que más me traumaba, la gente de afuera también presa de sus obligaciones y horarios, maldito reloj que marca la hora me decía a menudo. Lo que me quedaba y me llevaba era la sensación de algo haber perdido en el transcurso de ese trecho de vida desperdiciado, cuando era la costumbre escribir solo por escribir, sin nada que decir más que la sociedad es injusta. La justicia es injusta en este lugar, saben a lo que me refiero, no es fácil ser abogado y vivir encerrado en un estudio donde la cárcel es la peor ideología de defender lo indefendible y buscarle las razones a lo no razonable. Por eso he decidido firmemente que ha legado la hora. La hora que no marca mi reloj sino que la marco yo. Es por aburrimiento, pero ya he visto muchas puestas de sol, y no quiero ver más. Los barrotes de mi ventana que puse por seguridad, la manta que tirada en el suelo de mi oficina yace reprochándome haberme quedado dormido, una vez, más sobre el trabajo acumulado en mi escritorio.

La torta de chocolate que mi esposa había traído, esta vez por motivo de mi cumpleaños con una nota en el merengue seco: “hipócrita”. Era martes por la noche, el día que le daba paso a la mañana del miércoles, el día pactado, para tomar la decisión de salir de mi escritorio y aventurarme a la nueva vida que iba a tener de ahora en adelante, de igual manera no tenía nada que perder, era esta prisión o la otra, debía elegir. Por eso decidí y espero que sea lo mejor para el mundo y mis colegas, agarrar un cartucho escondido en el fondo de mi cajón y… escribir con una nueva lapicera las injusticias del mundo de la política, aunque gracias a ellas termine en la cárcel.


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